La entrada al cementerio Los Ángeles es un camino de asfalto donde la vegetación silvestre asalta por ambos lados. Al costado de la calle hay vestigios de un proyecto para construir un vecindario. Ahora queda en el aire un olor rancio a excremento; en el suelo, ropa, zapatos, juguetes y partes de automóviles.
“Aquí los traían, prendían las luces de los autos para ver en la oscuridad”, contó una persona que acompañó al lugar a los reporteros de Univisión Investiga. Luego de ultimar a las víctimas, los sicarios de Los Zetas llevaban sus automóviles a unos talleres donde eran cortados en pedazos, con hachas, para que no quedara rastro.
Una avenida contigua al camino del cementerio aún se ve repleta de estos talleres, que durante los años de mayor terror abrían en la madrugada, las horas de mayor ocupación.
Se sospecha que muchas de las víctimas fueron hombres, mujeres y niños que Los Zetas se llevaron durante una caravana de muerte y destrucción que llevaron a cabo a la vista de las autoridades de esta zona desde mediados de marzo de 2011. En cuestión de tres semanas, comandos de esa organización desaparecieron a 300 personas de quienes no se tiene noticia. Entre los habitantes se le conoce como la masacre de Allende, un pueblo de 22,000 personas situado a 37 millas de la frontera con Estados Unidos. En número de víctimas es quizás la desaparición masiva más grande en la historia moderna de México. También la más olvidada.
Al lado del camino, al cementerio le sobra espacio para colocar tumbas. En esta región de la frontera, entre Coahuila y Texas hay más luto que cadáveres. La mayor parte de sus desaparecidos, una fracción de los 1,600 que se cuentan en Coahuila en la última década, fueron mutilados y disueltos en ácido para borrar las huellas de un delito por el que los delincuentes pudieran ser acusados de homicidio en México.