La campana de Cuauhtenco (La Tlacualera)

“Alguna que no sea huacha

ha de brindarme su amor si dice Viva Zapata,

Viva Zapata diré yo”

(Corrido anónimo)

 

Se los digo a ustedes y a todos los que me quieran oír: fui tlacualera en la Revolución, y estuve en la tropa de mi general Everardo González, aquel que tuvo su cuartel en el Chichinautzin. Algunas noches nos refugiamos en el Teoca, entonces escuché repicar la campana… Yo lo digo pa’ los que me quieran dar oídos.

Yo fui tlacualera y anduve pa’rriba y pa’ bajo con la tropa. Gocé de amores hasta que quedé rendida, pero eso sí, ¡nunca tuve dos queridos al mismo tiempo! Soy de Tepetlapa, pueblito abajito de Cuauhtenco. No conocí a mi madre, y si la conocí ni me acuerdo. Mi padre aseguraba que yo la había matado, pero, dicen los decires que un día la difunta se negó a prepararle a mi papá un caldo de gallina, dizque por estar recién parida, entonces, le hizo pegar tremenda muina ¡y pos la mató a patadas! Sí señor, así era él: enérgico, cabrón. ¡Miren que casi llega a general en la Revolución!

Desde niña fui re buena pa’ guisar. Desde muy tempranito preparaba el nixtamal, lo molía en el metate, después lo juntaba con el metzal y hacía tortillas a mano cocidas en los comales de barro con la leña traída del monte. Si mi padre me lo pedía mataba una gallina (no fuera la de malas y a mí también me tocaran mis patadas) pa’ prepararla en mole, también tomábamos nuestro pulquito. Otras veces, tostábamos habas o chícharos, nos sentábamos a un lado del tlecuil y hacíamos tacos. Si queríamos fruta, nomás salíamos a la milpa para cortar capulines, tejocotes, duraznos, manzanas o peras. Con esto éramos

felices, pero decían que los de dinero nos quitarían eso “poquito” porque ya el monte no sería nuestro, que deberíamos de pagar por las cosas de nuestro cerro ¿pos con qué?

Me crié con mi padre y mis hermanos. Cuando vino la revuelta ellos jalaron con un señor muy bueno, decían que peleaba por los humildes, los defendía de los ricos abusivos y que a todos les daría tierras propias, además seríamos quesque libres. Yo conocí a Zapata, llegaba muy seguido a Momoxco, nuestra tierra, otro día les contaré de esto, de cómo nos hablaba en náhuatl. Pos ellos se fueron y yo quedé solita y mi alma.

Me hice tlacualera primero por miedo. Un día llegó al pueblo un hombre al que apodaban “el Coronel”, venía con un titipuchal de gente, todos sucios y piojosos. Yo me acerqué pa’ preguntar si me podían dar razón de mis parientes, pos pa’ ver si todavía vivían o ya los habían matado. No chisté ni media palabra, me vio y dijo: mañana te toca a ti reunir la comida, si no lo haces, te cuelgo de aquel encino. Nomás con verle la cara supe que lo cumpliría, ¡él sí me ajusticiaba!

¡Figúrense nomás, morir ahorcada con la lengua de fuera o morir en la trinchera! Mejor en la batalla ¿no? Después ya le hallé gusto a la tlacualeada. Había niños, mujeres, hombres. Llevábamos los alimentos cada tercer día. Acarreábamos con nosotros tortillas, pulque, guajolotes, gallinas y el gusto de servir a nuestra gente. Primero recorríamos los pueblos de casa en casa con un ayate. Nos daban frijoles, maíz, todo lo que podían, cuando no nos daban las cosas por las buenas, nos las daban por las malas. Entonces, matábamos las gallinas o los animales que conseguíamos. Ya les dije, no podían faltar las tortillas y el pulque, casi siempre la comida llegaba todavía calientita. Pero en veces los zapatistas se ponían exigentes, ¡debíamos llevarles borregos o gallinas pa’ guisarlas en mole!

Salíamos de noche o madrugada pa’ que la oscuridad nos escondiera de los carrancistas. Cuando nos quedábamos con la tropa, ahí andábamos arrastrando nuestros trastes de un lado pa’ otro, acampábamos donde se podía, juntábamos las hierbas del monte o los hombres cazaban animales como el gato montés, el teporingo, ¡hasta los venados de Díaz! Cuando no había nada que pedir ni que robar, comíamos pasto, zacatón tiernito, metzal, hasta orines de caballo ¡y pa’ dentro papacito!

En esas andanzas supe lo qué es un hombre ¡de ahí pa’ el rial! Las tlacualeras y las soldaderas bailábamos, cantábamos con los soldados toda la noche, pa’ que se nos olvidara el peligro de poder morir en cualquier momento; los curábamos, los consolábamos. En las emboscadas y tiroteos los apoyábamos, nunca dejamos de reír aunque por dentro…

Los tlacualeros también éramos espías, llevábamos información hasta el cuartel general del Chichinautzin. Todos mustios recorríamos el poblado nomás parando oreja. Arriesgabas tu pellejo, pero, ¿qué valía la vida? Si te quedabas en el pueblo, los carrancistas o los zapatistas te robaban, te violaban, además yo no tenía familia, a mis hermanos los mataron casi lueguito –según me informaron unas gentes-, mi papá se volvió famoso por lo despiadado y vale madres, llegó a recibir el grado de teniente coronel, andaba por Puebla, le prometieron el grado de general, falló la misión y pos… no se le hizo. Nunca lo volví a ver.

A otras mujeres les dio por guerrear, las había rete entronas, bravas, buenas para las armas como aquella Esperanza González de Oztotepec, Ascencia Labastida de Xicomulco o la coronela Francisca Gonzales de Tlacoyucan. Yo no fui soldadera, pa’ eso no serví.

Les digo que estuve en el Teoca acampando varias veces. En ese lugar se dieron hartos enfrentamientos entre zapatistas y carrancistas, los pinos y los oyameles quedaron

humedecidos con su sangre. Deben saber que nuestros pueblos fueron incendiados por carrancistas y también por zapatistas, cuando Zapata se enteró, lo prohibió por escrito ¡pobre mortal al que encontraran cometiendo agravios, lo ejecutaban! Los carrancistas quemaron Cuauhtenco, entonces, las personas se fueron a esconder al Teoca. Este cerro oculta entre sus arbustos muchas historias tan maravillosas como macabras, ahí divisé a los duendes y a las tlahuipochtlis, además oí repicar la campana…

También les platico: vi como enterraban barriles y ollas de barro llenos de monedas de oro y plata tomadas de los hacendados como cuota voluntaria pa’ los gastos de la Revolución; también escondían las “víboras” entre la maleza, las piedras, los árboles. Los enterraban pos no podían andar paseándolos de un lado pa’ otro ¡qué tal si se los robaban! Muchos ya no regresaban a otros de plano se les olvidaba el lugar. Los duendes y las tlahuipochtlis hacían sus maldades, ellos son los guardianes del cerro, lo vigilan, lo cuidan Los tesoros que llegan ahí, nunca salen. Pos, yo se los cuento: siguen enterrados los barriles, las ollas y las “víboras”.

Les digo, a los de Cuauhtenco les robaron su campana, un día amaneció y nomás no apareció, no la hallaron por ningún lado. Se pusieron re tristes ¿se imaginan la vida sin la campana? ¡Dejaron mudo al pueblo! Andaban rete amuinados, mucho tiempo estuvieron así. Nomás se miraban unos a otros, sospechando de todos, así se empezaron a correr las habladas: algunos decían que unos bandidos se la llevaban, pero les agarró la noche en el Teoca, descansaron en ese lugar y nunca se volvió a saber de ellos; otros decían que los mismos del pueblo, por temor a que se las robaran, pos disque estaba fundida con algunas partes de oro pa’ que sonara más bonito, al ver que el lugar iba a ser tomado por las tropas carrancistas , la bajaron, la enterraron en una milpa al lado de la capilla y no la iban a

entregar hasta que pasara la revolución; otros decían que los habitantes del pueblo la habían ido a sepultar al Teoca, pero cuando quisieron recuperarla, no estaba. ¡Sólo Dios sabe la verdad, pos nunca apareció la dichosa campana! Yo nomás les cuento que la oí repicar en el Teoca, todas las noches resonaba consolando nuestro sufrimiento, nuestra soledad. No vayan a creer que fue producto del neutli o de los gustos del cuerpo, pos todos la escuchábamos.

Después de la Revolución nuestras tierras volvieron a poblarse. Colocaron una nueva campana en Cuauhtenco, pos la verdadera la mantienen cautiva los duendes y las tlahuipochtlis, sigue sonando por las madrugadas, repica que repica…

Se los digo a ustedes y a todos los que me quieran oír: yo fui tlacualera en la Revolución, y estuve en la tropa de mi general Everardo González acampando en el Teoca, allí mismo fue donde escuché repiquetear la campana; aquella que un día les robaron a los de Cuauhtenco. Antes de la revuelta estábamos diatiro re pobrecitos, después de la revuelta quedamos iguales o hasta piores. Nos fuimos sin nada y regresamos sin nada, bueno nomás con la tristeza…porque eso fue la Revolución: puritita tristeza.

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