Le dicen Dios. Le dicen “Mano lenta”. Y sólo puede ser él, Eric Clapton, nacido hace 70 años en el Reino Unido, presto a celebrar su ingreso al séptimo piso con dos conciertos en el Madison Square Garden de Nueva York.
Luego de ello, a pesar de que dijo en muchas oportunidades que se iba a retirar de los escenarios a esta edad, tiene seis shows en el Albert Hall de Londres, un sitio donde sus devotos podrán rendirle merecido culto en “misas” para las cuales se encuentran ya todas las localidades agotadas.
Antes fue Jimi Hendrix. Hoy es Eric Clapton. El resto, diría Hamlet, es silencio.
Perdonarán los lectores en este punto el desatado fervor de la cronista, pero cuando se habla del nacido el 30 de marzo de 1945 en Ripley, Gran Bretaña, ex miembro de la banda Cream, contemporáneo y amigo de Los Beatles, de los Rolling Stones, difícil permanecer sobrio.
Junto con Robert Plant, quien en el marco del Vive Latino dejó recientemente una huella inolvidable en nuestro país, y un puñado de músicos de su generación (un puñado mínimo, acotado), Mister Clapton es un verdadero héroe del rock, a cuya figura se le rinde pleitesía en forma casi obligada.
El 11 de mayo próximo, cuando salga el disco triple Forever Man, las nuevas generaciones podrán constatar hasta qué punto este hombre que logró el milagro de que muchos blues hondos y complejos de su autoría se convirtieran en hit cual si fueran canciones pop, ha influido en la música contemporánea.
Vendió 129 millones de álbumes y trabajó con todos los grandes de su tiempo, como Frank Zappa y los Beatles, Aretha Franklin, Mark Knopfler y Bob Dylan. Hizo una versión de un tema de Bob Marley, “Shot the sheriff”, que se volvió clásica y recurrente y forma parte de una generación de músicos que tal vez no tenga réplica en el futuro.
Desde “Wonderful Tonight” a “Tears for heaven”, muchos de sus temas constituyen citas obligadas en las bandas de sonidos personales de mucha gente en el mundo, hechas por quien fuera considerado por la revista Rolling Stone el número 2 en la lista de los más grandes guitarristas de todos los tiempos, después de Jimi Hendrix y antes de Jimmy Page.
La música marcó la vida de Clapton de forma determinante, desde que a los 17 años se unió a la banda The Roosters. Pero también el alcohol lo influyó. “El problema era sólo que me agarraba desesperadamente a la botella y prácticamente había perdido todo control”, reconoció Clapton en su autobiografía Mi vida, que publicó en 2007.
Necesitó varias desintoxicaciones para liberarse del alcohol, un hecho que no sirvió de todos modos para aliviar la tragedia más tremenda de su vida: la muerte de su pequeño hijo Conor, quien cayó de un piso 53 de un rascacielos en Nueva York, en 1991.
“Cuando nos encontremos en el cielo, allí a tu lado, ¿me reconocerás, me llamarás por mi nombre, como aquí?”: así inicia la canción “Tears for heaven”, dedicada a su pequeño y que en 1993 ganó tres premios Grammy, en las categorías “Canción del año”, “Grabación del año” y “Mejor interpretación vocal pop masculina”.
También esta balada alcanzó la segunda posición en la lista Billboard Hot 100 de esa época y aunque no compensa, es todavía un éxito mundial, de esas canciones que estrujan el corazón del oyente desde los primeros acordes.
CLAPTON, EL TRÁGICO
De todos sus dolores, causados por la adicción a la heroína, a la cocaína y al alcohol. De la muerte de su primogénito, de sus mujeres, de su relación con la música, dio cuenta en su autobiografía Clapton (En español por Global rhythm, 2010), un doloroso encuentro consigo mismo y con su propia historia que el artista escribe con prolijidad y sin piedad alguna.
“La gente siempre dice que recuerda el lugar exacto donde estaba cuando asesinaron al presidente Kennedy. Yo no, pero sí recuerdo el patio de la escuela el día en que murió Buddy Holly. Alguien dijo que la música había muerto después de eso. Para mí, en realidad, pareció abrirse de golpe”, escribe el autor de “Layla”.
El hijo de Jack y Rose, criado en un pueblo llamado Ripley, en el condado inglés de Surrey, se enteró pronto de que su infancia transcurría en un mar de secretos, el primero de los cuales marcó su existencia de una forma trascendental: sus progenitores eran en realidad sus abuelos y, en cambio, la joven Pat, a quien creía su hermana mayor, resultó ser su verdadera madre.
“A los seis o siete años empecé a tener la sensación de que yo no era como los demás”, dice Eric en una oración conmovedora, aunque no tanto como aquella que narra el encuentro con su primer instrumento: “La guitarra brillaba mucho y tenía algo de virginal”.
La carencia de sofisticación en su origen obrero y la total aversión al conflicto que acuñó desde edad temprana hicieron de Eric un chico más bien solitario, encaramado en un físico longilíneo y torpe que aprendió a esconder detrás de su instrumento.
La guitarra fue sin dudas el pasaporte al mundo real y la visa por medio de la cual el joven Clapton aprendió a socializar con las clases medias más cultivadas. También fue el modo de aproximarse al misterio de las mujeres, que siempre representaron en la vida del músico un obstáculo a vencer, un universo a conquistar con pocas y endebles armas.