Miedo en México por desapariciones a manos de la policía

Con una cánula de oxígeno en la nariz y una sonda de suero en el brazo, Carlos Sánchez yacía en el asiento trasero del Honda sedán con la cabeza apoyada en el regazo de su esposa. El vendedor de tacos de 36 años tenía tres balas alojadas en el cuerpo y gritaba de dolor cada caían en un bache en la carretera esa noche que iban rumbo a Iguala.

Espera, su primo Armando le rogaba, sólo faltan 10 minutos más para llegar al hospital.

De pronto, el interior del carro se iluminó con un destello de luz. Armando de la Cruz Salinas quedó cegado con el reflector que la policía del estado de Guerrero apuntaba hacia ellos desde una camioneta al lado del camino. Redujo la velocidad en medio de la densa noche, pero golpeó otro vehículo policial que estaba en medio de la carretera con las luces apagadas.

Un hombre fornido con uniforme de la policía estatal y botas negras con casquillo abrió la puerta del pasajero y sacó a tirones a la hermana de Carlos. La lanzó contra la cajuela, la esposó y la requisó. En ese momento un camión distribuidor de hielo se detuvo, pero el oficial gritó: “¡No es tu problema!” y el conductor siguió su camino. Luego el policía la empujó hacia la patrulla y la puso en el piso del asiento trasero, junto con su primo Armando y su cuñada. Otro policía se sentó atrás con ellos.

Pensaron que habían sido arrestados, hasta que la patrulla dejó de avanzar por la carretera y se metió por un camino de tierra rumbo a las montañas. Entonces supieron que habían sido secuestrados por la policía.

Los cuatro miembros de la familia Sánchez son oriundos de la Tierra Caliente, en el estado sureño de Guerrero, una región de campos de marihuana y cultivos de amapola, donde los carteles del narcotráfico decapitan a sus enemigos y donde ni siquiera los sacerdotes se salvan de una muerte violenta. En la primavera de 2013 se sabía que la policía hacía algunos trabajos para el crimen organizado, pero no era ampliamente conocido que las policías locales y estatales también desaparecieran gente.

Por la mañana, cuando Tania Martínez Figueroa seguía sin saber de su esposo, fue a pedir ayuda a las autoridades. Fue a las instalaciones de la Procuraduría estatal en Teloloapan a presentar un reporte por desaparición. Menos de una hora después le advertían por teléfono que no siguiera con la denuncia o su familia sería asesinada.

Tania retiró el reporte.

Al siguiente día recibió otra llamada: le pedían un rescate de 100.000 pesos (unos 8.000 dólares). La familia pagó el dinero pero los secuestradores no se volvieron a comunicar y ella se quedó en silencio. Había aprendido a mantener la boca cerrada.

No diría nada durante casi un año y medio hasta que la desaparición de 43 estudiantes a manos de policías de Iguala el 26 de septiembre de 2014 comenzó a develar la magnitud de la participación de las policías en engrosar la lista de 26.000 desaparecidos registrados oficialmente en el país desde 2007.

En medio de la indignación por el rapto de los estudiantes, cientos de familias se presentaron en una iglesia de Iguala y comenzaron a reportar sus propias historias de desaparición, muchas sucedidas con la complicidad de la policía. El subprocurador de Derechos Humanos, Eber Betanzos, dijo a The Associated Press que la policía municipal había participado en varios casos alrededor de esa localidad durante el mandato del alcalde José Luis Abarca, quien enfrenta cargos relacionados con el caso de los 43 estudiantes.

Una investigación oficial sobre la desaparición de los estudiantes señaló que un mando de la policía de Iguala, Francisco Salgado Valladares, era responsable de pagar la nómina de los agentes que trabajaban también para el cartel de Guerreros Unidos y distribuía unos 600.000 pesos al mes (unos 45.000 dólares) entre la policía. El entonces subdirector también supervisaba los retenes policiales instalados en las carreteras de acceso a la ciudad, en los que se hacía cargo de que pasaran los cargamentos de droga, de que no entraran miembros de carteles rivales y de que los secuestradores transitaran con sus víctimas sin problemas.

Algunos miembros de la familia Sánchez aceptaron hablar con la AP sobre los secuestros de la policía en uno de esos retenes con la condición de no ser identificados. Querían contar la historia de violencia que los rodea tanto como el aire que respiran y cómo la policía está detrás de muchos casos de quienes ahora son conocidos como “Los Otros Desaparecidos”.

Sin embargo, tienen pánico de sus captores y los policías, que aún viven entre ellos y que operan con impunidad y que, a veces, vuelven para abusar o amenazar a aquellos que se atreven a hablar.

Hablaron en voz baja, a puerta cerrada, y con una aparente e irreconciliable mezcla de liberación y pavor, conscientes de que decir la verdad puede ser fatal.

Carlos Sánchez y su esposa habían regresado del mercado la tarde del dos de abril de 2013 cuando un carro blanco se detuvo afuera de su casa en Teloloapan, una ciudad de unos 55.000 habitantes en una planicie de la zona montañosa de Guerrero. Ella llevó los pañales y la leche a la casa y cuando regresó por más cosas vio a un hombre que apuntaba una pistola a su marido. “A mí me están confundiendo, investígueme”, les dijo Carlos a los hombres.

No es extraño que en esta zona del país algunos sean llevados a punta de pistola, para luego pedir rescate a su familia, reclutarlos a la fuerza a las filas de un cartel o castigarlos por no pagar una extorsión. Carlos vendía tacos en cuatro puestos callejeros y en su motocicleta, algo que aumentaba las posibilidades de cruzarse con los criminales. Los hombres armados intentaron meterlo a su carro pero Carlos se resistió y entonces él, padre de tres niños, recibió un disparo en el pecho, otro en el brazo y otro en la pierna.

En el pequeño hospital de Teloloapan Carlos fue vendado, le pusieron oxígeno y suero, pero le dijeron que no había ningún cirujano disponible para atenderlo de sus heridas de bala. Le dijeron que debía ir a Iguala. Para llegar hasta ahí, la familia sabía que tendrían que atravesar una sinuosa carretera de dos carriles que conecta Arcelia y Ciudad Altamirano con otras comunidades afectadas por el narcotráfico. Tendrían que pasar, además, a través de tres retenes militares y uno de la policía.

El personal del hospital le dio una carta que decía que Carlos necesitaba ir a urgencias para recibir atención médica urgente para que lo dejaran pasar en los retenes, pero le dijo a la familia que ninguna ambulancia podría llevarlo sino iba con una escolta armada. Su hermana fue al puesto militar a la entrada de la localidad para pedir una escolta pero le dijeron que necesitaban autorización de sus superiores. Manejó al centro de la ciudad para hablar con el comandante, quien le dijo que sólo la oficina local de la Procuraduría del Estado podía dar permiso. En ese lugar, una mujer rechazó su solicitud.

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