Los hombres de madero

Aurea Leticia Reza Patiño

-¡Cuéntanos un cuento!
-Ahora no, ya es tarde.
-¡Por favor!
-Está bien. Siéntense, mientras pondré más leña en el fogón, la noche es fría.
“un niño llamado Juan vivía en un pueblo mágico, escondido en medio de gigantescas montañas llenas de boscajes, animales  y manantiales. El lugar pertenecía al Reino del Señor Tepeyolohtli (“Corazón del monte”), el hijo de  Tonatiuh (el Sol) que arrancó los matices del arcoíris para vestir de colores a la Naturaleza. Casi todos los habitantes eran pastores o leñadores; otros, los campesinos, cultivaban la tierra. Apreciaban la tierra y al paisaje como a ellos mismos. Poseían casas techadas de tejamanil, milpas verdes y un monte repleto de misteriosos susurros; además, hablaban un lenguaje tierno y melodioso. Permanecían tranquilos en la sencillez de sus costumbres.                                                                               
Pero, cierto día una perversa bruja que habitaba en lo más profundo del bosque, fastidiada  por la alegría y el bienestar  del poblado, creó a unos hombres de madero, los cuales no tenían corazón ni conciencia, eran crueles y codiciosos. Su guía era el perverso: Pedrote. La bruja les dio la tarea de destruir aquel bosque, dejarlo pelón, ¡quitarles a los animalitos su hogar! La hechicera  les otorgó herramientas encantadas y carruajes enormes, de manera que en poco tiempo obtenían gran cantidad de troncos, a los cuales acarreaban a parajes que llamaban  aserraderos. Ahí  los transformaban  y después los entregaban a otros hombres a cambio de muchas monedas. La ambición de Pedrote no conocía límites, cada vez quería más y más maderos, ya no solo destrozaba a los árboles enfermos, sino que sacrificaba a los sanos ¡y hasta a los jóvenes!
– ¡Son solo árboles!- decía el malvado.
Los infortunados moradores de la montaña no podían competir con ellos, debían conformarse con los mezotes, así que fueron sometidos. Abandonaron sus cultivos y trabajaron como esclavos de aquellos individuos sin corazón. Con desconsuelo observaban que las riquezas de su monte eran explotadas, saqueadas de forma vil por ese montón de trácalas. Poco a poco olvidaban los sucesos pasados ¡los mismos sonidos del lenguaje eran borrados de la mente! Ya no reían, ni charlaban entre ellos. Los niños también debían servir a Pedrote, así que dejaron la escuela para laborar en el monte o en los aserraderos. Al principio no querían obedecer, ¿pero qué podían hacer?
Juan estaba triste, no desear vivir sometido a seres con cuerpo de palo y cabeza hueca. Así que un día escapó de la cuadrilla y se dirigió a la casa de un anciano llamado Jaimito Viejo. El niño creía que por ser nahual –eso rumoraban los vecinos-, el anciano  podría enfrentarse a la bruja  para exigirle que deshiciera el hechizo y todo regresara a la armonía anterior.
Jaime Viejo ¿duermes?
-¡Como un tronco!
-¿Puedo pasar a tu casa?
-¡Adelante joven!
Le pidió que lo acompañara en su aventura.
-Eres muy valiente Juanito. ¡Partiré contigo!
En un ayate prodigioso emprendieron el viaje a lo más profundo del bosque.  En el camino el pequeño Juan disfrutó al ver al tigrillo parado en los árboles, a los venados corriendo, mientras un gato montés le salía al paso. Los coyotes aullaban, el tecolote los observaba con una mirada disimulada. Los tejones y las tuzas hacían travesuras. Se le antojaron las zarzamoras que adornaban las piedras. Después pasaron muchas cosas hasta que al final pudieron vencer a la infame bruja y al malandrín Pedrote.
Además Juan Aprendió que cuando las personas respetan a los árboles y a los animales, se respetan a sí mismas. “
-¿Les gustó el cuento?
-¡Sí, gracias papá!
-Ahora, a la cama ¿tienen sueño mis nenes?
¡Un poquito papacito!

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